jueves, 14 de noviembre de 2013

EL NARRADOR: Las historias que Rufino me contó




Un fantasma bancario

En el solar que hoy ocupa el Banco de Galicia, España y Necochea, esquina suroeste, funcionaba hasta la década del 90 el viejo Banco Español.

El personal de seguridad que cumplía servicios allí jamás tuvo que lidiar contra maleantes de carne y hueso. Hago esta aclaración porque el intruso con quien se enfrentaron era de humo y niebla, claramente un ánima en pena fantasmal para quien los invasores eran los serenos.

En el ático del Banco había una oficina donde arrumbaban todo lo inservible: sillas, escritorios viejos, máquinas de escribir, papeles, montañas de papeles y formularios. Todo se hallaba ordenado en el más perfecto desorden. Desde esa oficina los serenos escuchaban pasos, ruidos. Pero lo más inquietante era escuchar el tecleo nervioso de una vieja y destartalada lexicon 80; dedos que escribían algo, palabras que se imprimían en el aire viciado del cuartucho abandonado.


Uno de aquellos serenos tuvo la osadía de abrir la oficina desde donde lo atormentaban cada noche el concierto de la máquina de escribir enloquecida, más los pasos de alguien que no sabe a ciencia cierta adónde quiere ir. Abrió la puerta con un sensible temor en las manos que pronto se extendió a todo el cuerpo. Instintivamente, mientras con una mano trataba de abrir la puerta, con la otra tomaba el arma que cargaba en su costado derecho. Cuando al fin pudo abrir la chirriante puerta llena de mugre, enfocó rápidamente el interior del cuarto con su linterna. Hizo una barrida por todo el ambiente con el chorro de luz y solo vió la basura acumulada: sillas encaramadas unas sobre otras, algún sillón despanzurrado mostrando sus entrañas de goma pluma, pilas y pilas de papeles y un escritorio donde habían tirado las máquinas de escribir.

A pesar de ello, todavía había lugar en ese escritorio para ubicar, a un costado, una silla con su correspondiente máquina de escribir, como esperando a alguien que la ocupara. Ese pequeño, maldito detalle, le heló la sangre. ¿Estaría agazapado el ocupante, el incansable escribiente sin paz allí? Por las dudas cerró el cuartucho que olía a rancio.

Después de él, fueron varios lo que repitieron la acción y tampoco vieron nada. Sin embargo ni una sola noche la máquina de escribir dejó de teclear, ni los pasos cesaron en su loca marcha sin sentido.

Aquel que se animó a entrar primero, tuvo la iniciativa de averiguar sobre el particular entre los empleados más antiguos. De boca de uno de ellos, se enteró que años atrás, un empleado del banco se había ahorcado en esa habitación.

Sin más, el sereno volvió a sus habituales tareas quizá con un poco de sosiego en su alma. A fin de cuentas aquel desdichado fantasma solo lo tenía a él para hacer catarsis de su infinita angustia.

Alejandro Cruz

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