Fue un 8 de diciembre de
1886, día de la Inmaculada Concepción de María. Ese día un habitante de la
castigada ciudad de Mendoza comenzó a sentir los síntomas de una enfermedad que
no pudo ser alejada de sus fronteras: el cólera. Al día siguiente, ya había muerto
deshidratado, seco como pellejo.
Fue una terrible epidemia
que recién menguó en abril del año siguiente, para desparecer en mayo. Cinco
meses de dura lucha, de pesadilla, en donde más de 1500 personas que vivían en
el casco urbano cayeron una a una, día a día, como insectos rociados por
veneno. Fue tal el colapso que la infraestructura de entonces no pudo atender
tamaña calamidad. El desaparecido Hospital San Antonio no daba a vasto para la
atención de tantos enfermos, por lo que salubridad pública comenzó a atender
moribundos en domicilios particulares; quizá fueran los domicilios de los
aterrorizados mendocinos que emprendieron la huída precipitadamente, yéndose a
lugares deshabitados para aguantar el flagelo.
Eran tantos los cadáveres
para enterrar a diario, que los empleados municipales se negaron a continuar
cargando difuntos a riesgo de su vida. Se los conminó a seguir con su trabajo,
pero su porfía de auto conservación pudo más. Entonces el gobierno obligó a los
presos a tan ingrata tarea, la que cumplieron sin chistar, habida cuenta de su
situación judicial.
El fantasma de la muerte
había llegado en un vapor procedente de Nápoles con destino al puerto de Buenos
Aires. En todos los puertos la embarcación había sido rechazada, a sabiendas
que entre la tripulación había gente enferma de este mal. En todos los
puertos…excepto en el de Buenos Aires, que autorizó el desembarco ya que entre
los pasajeros se hallaba Antonio Del Viso, influyente político de la época…
nada nuevo bajo el sol.
A la luz de los hechos, bien
puede decirse que la epidemia se expandió en Mendoza a causa del centralismo
porteño. Suena delirante, pero solo suena, fue así. Ante las noticias alarmantes
que provenían de Buenos Aires, el gobernador Rufino Ortega instaló un control
sanitario en Desaguadero, prohibiendo la entrada de cualquier viajero que no
hubiera cumplido con la debida cuarentena en esa localidad. Y la prohibición incluía
a toda clase de pasajeros: particulares, comerciantes, flotas de carros, trenes.
La directiva bajaba de una Comisión de Higiene creada a iniciativa de Ortega.
Pero los intereses comerciales de Buenos Aires y el Litoral se veían afectados
por la medida, por lo cual el Ministro del Interior de Roca, Eduardo Wilde,
exigió que se respetara la libre circulación interprovincial so pena de
intervenir con el Ejército para garantizar dicha circulación. Ortega cedió y
las consecuencias no tardaron en manifestarse.
Por eso, la muerte llegó a
Mendoza de la mano del centralismo porteño, y se cobró varias vidas. El Estado
Federal miró hacia un costado y la desgracia se enseñoreó en estas tierras
menducas.
ALEJANDRO CRUZ
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